domingo, 18 de noviembre de 2018

EL MAL DE LA AURORA



    Los cantos de Maldoror representan, como es sabido,  una de las cumbres del bizarre, de la imaginación macabra  y del proto-surrealismo. Pero hay algo en esta obra que trasciende esos clichés y le otorga una profundidad inusual en su retrato de los conflictos primarios del subconsciente y las convulsiones del alma humana. Siglo y medio después de su publicación, sigue siendo un sulfuroso tratado sobre la iniquidad y el sufrimiento que no ha perdido su poder corrosivo ("lava líquida", según el gran León Bloy); perturba aún en su hiperbólica representación del hombre herido metafísicamente, que supura blasfemias y desacraliza la naturaleza por medio de la tortura y el crimen ritualizados; y sigue pareciendo, desde luego, radicalmente moderno: sus angulosos recursos expresivos, esa áspera sensibilidad lírica que contempla la inmundicia y lo nauseabundo como si fuesen materiales poéticos nobles... Todo esto, efectivamente presente y determinante en la obra de Isidore Ducasse, no confluye y cristaliza en ese panegírico al mal que muchos han querido ver en ella. Desde luego, nos encontramos ante una oda al mal, pero de dudoso carácter laudatorio; especialmente si pensamos a esa concepción unilateral del mal que lo reduce a desviación de la norma u obcecada ruptura del tabú (sea éste impuesto por la naturaleza, por Dios o por la moral convencional).
    Maldoror es el héroe vesánico que afrenta al cielo como repuesta a su impiedad. Afanado en corromper inexorablemente la inocencia, es un ente de maldad químicamente pura que vive  estrangulado por el remordimiento y la congoja. Se trata de la interferencia de movimientos centrífugos -uno hacia arriba, otro hacia abajo- de la que hablaba Sartre a propósito del conflicto moral baudelariano, la lucha constante entre la pulsión tanática y la aspiración sublime, que, lejos de representar el choque de dos fuerzas impenetrables, revela a cada una de ellas como suelo nutricio de la otra. Así, descubriendo el remordimiento como "raro ingrediente del placer" (Baudelaire dixit), y desatando la catarsis emocional que sigue al ejercicio de la crueldad, nuestro héroe se sitúa en el plano opuesto al ocupado por los libertinos de Sade, de espíritu romo (carente de  realces, de aristas)  y férrea autoconvicción. Tampoco guarda conexión alguna con el transhombre Niztscheano, libre de rémoras morales, y, por lo tanto, paradójicamente puro e inocente a perpetuidad.
    Los Cantos despliegan, además, un vitriólico mosaico de turbadoras fórmulas plásticas, que evidencia el íntimo engarce entre escritura y contenido, una coherencia absoluta entre su expresión, cambiante y desarticulada, y el universo en descomposición que retrata. Es un bestiario grotesco, enmarcado en paisajes de pesadilla, que canta a la sinrazón y al desgarramiento interior del hombre. Todo esto la convierte en una obra sin igual en la historia de la literatura, y autoriza a afirmar que las comparaciones con otros hitos de la transgresión como el Juliette de Sade, o Así Habló Zarathustra de Nietzsche son poco menos que arbitrarias. Sí que estaría, por el contrario, espiritualmente emparentada con obras como Las Flores del mal, Una temporada en el infierno, o A Contrapelo, en las cuales se aborda una visión integral de los sinuosos vínculos entre la  perversidad y la voluntad de un Yo poético siempre poliédrico y torturado, que es fiel reflejo del spleen reinante y de la angustia fin de siècle.
    "El remordimiento es la única pasión que el siglo XIX sintió con sinceridad", dijo Paul Claudel. Cuesta creer que no tuviera a todas esas obras en mente cuando hizo esa afirmación.
Baudelaire plasmó en su poesía un sentimiento de desolación tan intenso, procedente de ese  pathos atormentado, que no extraña que lo pudiese concebir eterno, perdurable incluso después de la muerte (su poema Remordimiento póstumo). En Las Flores del mal, El  arrepentimiento deriva no tanto de una inveterada inclinación masoquista cuanto del intento de justificar y dar cuenta del sufrimiento existencial.

                ¿Podemos sofocar el viejo, el largo Remordimiento,
                que vive, se agita, se enrosca
                y se alimenta de nosotros como el gusano de los muertos,
                como de la encina la oruga?
                ¿Podemos sofocar el implacable remordimiento?*

    En Los cantos de Maldoror este sentimiento aparece también en incontables ocasiones. En el primer Canto, Maldoror tortura a un niño y siente después la imperiosa necesidad de consolarle, deleitándose con  el morboso goce de la contrición. "¡Qué auténtico es entonces el arrepentimiento! la chispa divina que brilla en nosotros, y que tan raras veces se muestra, aparece".
    Otro ejemplo sería el terrible episodio que  tanto impacto causó a  J. K. Huysmans (como sabemos por sus cartas), en que el joven Maldoror y su perro de presa violan a una niña, la cual será posteriormente destripada; cuando Maldoror rememore años después su "hazaña", caerá desfallecido presa de la aflicción.
     La pesarosa conciencia del mal toma la forma de un fantasma amarillento que pretende atormentar a Maldoror. Éste no dudará en arrancarle la cabeza y roérsela de forma compulsiva, esforzándose por hacerle sentir un dolor análogo al que provoca la carcoma del remordimiento.
    Maldoror, el singular, el rebelde luciferino, es la encarnación del Mal absoluto. Si quiere degustar el espeso néctar de la contrición necesitará llevar a cabo acciones de inconcebible vileza, proporcionales a la magnitud de los sufrimientos requeridos. La degradación, la destrucción irremediable de la inocencia se hará, pues, necesaria en su enloquecida y negra búsqueda mística. Maldoror es la abyección pura; el asesino de ángeles, heraldos del Creador.

                El ángel pierde su energía y parece presentir su destino. Sólo
                lucha débilmente y se adivina ya el momento en que su adversario
                podrá besarle a su guisa, si es lo que desea. Pues bien, ha llegado
                el momento. Oprime, con sus músculos, la garganta del ángel, que
                no puede ya respirar, y le inclina el rostro apoyándolo sobre su odioso
                pecho. Se conmueve, por un instante, ante la suerte que aguarda a ese
                ser celestial, que de buena gana habría convertido en su amigo. Pero  dice
                que es el enviado del Señor ye contener su enojo. Ya está; algo horrible
                va a regresar a la jaula del tiempo. Se inclina y posa su lengua, empapada
                en saliva, en aquella mejilla angélica que lanza miradas suplicantes.
                Pasea por algún tiempo la lengua por esa mejilla. ¡Oh!... ¡Mirad! ¡Mirad
                pues!... ¡la mejilla se ha vuelto negra como el carbón! Exhala miasmas
                pútridos. Es la gangrena; no cabe ya duda. El corrosivo mal se extiende
                por todo el rostro y, desde allí, ejerce su furia sobre las partes bajas; pronto
                el cuerpo no es más que una vasta llaga inmunda.


    Albert Camus encuentra en estas perturbadoras y, al tiempo, fascinantes imágenes ese sentimiento convulso al que nos venimos refiriendo, en el cual se cifra la dolorosa complejidad de un alma que prefiere abrazar la sinrazón  antes que padecer la "nostalgia de Absoluto". En El hombre Rebelde el pensador argelino advierte con lucidez la naturaleza de la empresa de Maldoror: "El programa consiste en hacer sufrir y en sufrir al hacerlo". Esto conducirá a "una evasión, más allá de las fronteras del ser" con visos de inmersión en la viscosidad primigenia (reflejada en el célebre acoplamiento con el tiburón).

                Quienes se ven  rechazados de la patria armoniosa en la que la
                justicia y la pasión se equilibran finalmente, prefieren todavía a
                la soledad los  reinos amargos en que las palabras ya no tienen
                sentido, en que reinan la fuerza y el  instinto de criaturas ciegas.
                este desafío es, al mismo tiempo, una  mortificación. La lucha con
                el ángel del canto II termina con la derrota y la putrefacción del ángel.
                Cielo y tierra se reducen y se confunden entonces en los abismos
                líquidos de la vida primordial. Así, el hombre tiburón de los Cantos
                "no había adquirido el nuevo cambio de las extremidades de los brazos
                y las piernas sino como castigo expiatorio de algún crimen desconocido".
                Hay, en efecto, un crimen, o la ilusión de un crimen en la vida mal
                conocida de Lautréamont. Ningún lector de los Cantos puede dejar de
                pensar que a este libro le falta una Confesión de Stavroguin.

    Para Camus, las Poesías de Lautréamont (tan desconcertantes, antagónicas en todos los sentidos a los Cantos) redoblarían ese afán de expiación cumpliendo un movimiento que llevan a cabo muchas rebeliones: el retorno a la razón tras la abrupta marcha por los senderos de la negación absoluta.
Se trata, ciertamente, de una obra que genera escasas simpatías debido al exacerbado rigorismo moral y a la solapada apología del orden burgués. Una pirueta que Camus califica de trivial y a la que desdeña, quizás de forma desmesurada, por exhibir, según él,  el más barato de los conformismos.
    Maurice Blanchot, por su parte, muestra más interés en  las fulgurantes soluciones formales del libro que en su propio tuétano dramático. De hecho, subordina todo el contenido psicológico al ideario estético Lautreamontiano, que perseguiría la refundación del género novelístico.
Desde Falsos Pasos, Blanchot apela al propio dictum del autor, el cual, parece que no ha sido aún tomado en serio: "Esperando ver prontamente, un día u otro, la consagración de mis teorías, aceptadas por tal o cual otra forma literaria, creo al fin haber encontrado, tras algunos intentos, una fórmula definitiva. ¡La mejor: la novela!".  Lautréamont  habría pretendido expurgar a la novela de todo elemento accesorio, liberándola de diversas servidumbres: "una de las mayores bellezas del Maldoror nace de este esfuerzo oculto por conseguir una especie de libro puro y modélico, obra digna del nombre de novela y, a la vez, carente de convenciones ordinarias, tradicionales facilidades".
    De esta guisa, los Cantos podrían ser considerados como un antecedente remoto de la novela posmoderna, ya que "su tema principal sería su creación en tanto que tal". Es por esto que ni las acciones, ni los personajes, ni los resortes psicológicos que animan a estos y desencadenan a aquéllas son tomados en consideración por Blanchot. En realidad, por más que todo esto no sea sino una rememoración algo tópica del programa esencial  del simbolismo, decidido a establecer un sistema de puros valores verbales (el recurso a la verosimilitud o a la psicología desaparece, eclipsados ambos por la propia textualidad lírica, que tanto puede imponer una nueva visión de la realidad valiéndose de la sinestesia, como embarcarse en la búsqueda del Absoluto exhortando al desarreglo de todos los sentidos), Blanchot persigue la vuelta de tuerca exegética: trasplantar los conflictos representados por el personaje -de orden psicológico- al campo de ideas estético.
    Así, los Cantos expresarían la lucha entre ese mal que  todo lo destruye (el mismo Maldoror) y el tiempo -narrativo- en el cual se lleva a término su acción, de una prodigiosa vivacidad (casi "un exceso de lo real"). La indagación metatextual se impone, pues, a la enjundia metafísica de la obra, a despecho de reconocer en último termino lo fundamental: el sentimiento de angustia como nervio dramático principal. "El carácter fáctico de las emociones humanas aparece con una ausencia tal de seriedad que la verdad queda totalmente destruida, y la tragedia estalla en el seno de esta espantosa frivolidad. Pese a ello, todo sentimiento sólo puede experimentarse en la sofocante angustia de su absurdo, de su corrupción". Sin perjuicio de poder considerarlo uno de los más finos ensayistas del siglo XX, Blanchot parece contagiarse del desdén y la frivolidad  que atribuye a Lautréamont con respecto al contenido conceptual de los Cantos. Pero es que además su tesis estrictamente estética puede relativizarse en muchos aspectos.
    Los abrumadores hallazgos estilísticos, la reivindicación del Verbo o la anticipación dadaísta tampoco pueden hacernos obviar el influjo del viejo romanticismo, determinante en forma y fondo.  Maldoror hereda claramente los atributos de los sombríos héroes byronianos: vehementes, terribles, de intenciones tan negras como la capa que envuelve su enjuta figura. Su propia y antinatural longevidad recuerda sobremanera a Melmoth, el siniestro merodeador que en su desesperación vendió su alma al diablo, tal y como nos narra Maturín en una de las obras maestras de la literatura gótica.  El odio, las pasiones, los escenarios alucinantes y abisales, el virulento rechazo de la salvación o, por el contrario, una también frenética sed de trascendencia; todo ello está presente. Lo está hasta el punto de poder verse en Los Cantos de Maldoror el trémulo y penoso  intento de reconstruir la ficción romántica en un marco epocal que bulle en tendencias, movimientos e ismos, tras la ruina del ideal racionalista que difundió la Ilustración; esto es, en un periodo histórico-cultural espiritualmente decrépito, herido de muerte

               


                ¿Qué son pues el bien y el mal? ¿Son acaso una misma cosa con
                 la que damos, rabiosamente, testimonio de nuestra impotencia y
                 de nuestra pasión por alcanzar el infinito, aún con los medios más
                 insensatos? ¿O son dos cosas distintas?

    El grito angustiado de su espectral protagonista resuena dentro de nosotros cuando sentimos zozobrar nuestras convicciones morales, cuando la desesperación invade nuestro ánimo. Entonces, nada inhumano nos puede ser tampoco ajeno. Maldoror, como los héroes románticos, ansía la ruina y la redención. También nosotros solemos experimentar el flagelo de dos conturbaciones espirituales absolutamente inmisericordes: el deseo de plenitud y la plenitud del deseo.


* Del poema "Lo irreparable", incluido en Las Flores del Mal



               
               
               
 

 

martes, 5 de febrero de 2013




SHOCK ALBUMS II


LOS 20 DISCOS MÁS PERTURBADORES QUE JAMÁS ESCUCHARÁS (2ª PARTE)




11- THE FOR CARNATION - MARSHMALLOWS (1996)


Brian McMahan ha ido siempre tan por delante que sus discos parecen condenados a ser  periódicamente redescubiertos. En 1996, mientras la crítica se afanaba en reivindicar el Spiderland (1991) de Slint y todos descubríamos estupefactos la médula emocional de un hardcore completamente desmenuzado, Marshmallows pasaba desapercibido. Curiosamente, este último llevaba aún más lejos que su predecesor el culto a la abstracción: la rugosidad eléctrica se diluye del todo y el susurro de McMahan se ralentiza. El resultado atesora una intensidad poco común.



12- GNAW THEIR TONGUES - AN EPIPHANIC VOMITING OF BLOOD (2007)


Extraña amalgama de asfixiantes atmósferas neoexpresionistas y elementos propios de las ramificaciones oscuras del metal (black, doom, death...) firmada por Mories, uno de los creadores más originales del underground europeo. Si bien su apuesta por la truculencia puede resultar algo cargante, el inteligente juego de texturas -a partir de un muy particular empleo del drone- y un ambiente opresivo de auténtica pesadilla se imponen en todo momento dentro del conjunto (con sorprendentes inflexiones melódicas: “The Urge To Participate In Butchery”).



13- THE BIRTHDAY PARTY - JUNKYARD (1982)


Vehículo idóneo para el agreste tremendismo de Nick Cave (quien con este disco termina de asentar las señas autorales que explotará a fondo en el futuro: imaginería bíblica, erotismo mórbido, desórdenes mentales...), The Birthday Party fue algo así como el grand guignol del after punk. Si su anterior álbum -el mítico Prayers On Fire (1981)- ya era un destilado de las esencias más subversivas del rock, en Junkyard la banda australiana recrudeció su sonido alcanzando cotas inéditas de provocación. Temas como “Big Jesus Trash Can” o “Junkyard” conforman un grotesco aquelarre sonoro que pulveriza los estereotipos “pendencieros” del rock.



14- AIN SOPH - KSHATRIYA (1988)


Uno de los mejores discos de ritual ambient de los ochenta, a cargo de una banda italiana absolutamente maldita, muy reivindicada por la escena Dark folk europea. Los sones mortuorios de “Decimus gradus” nos introducen en un ambiente de lóbrega irrealidad, de una belleza marmórea y glacial. Cierto lirismo arrebatado atempera un tanto sus tonalidades más tétricas, pero otorga a cambio una cualidad hipnótica verdaderamente hechizante.



15- BLACK FLAG – MY WAR (1983)


Un arsenal de rabia químicamente pura que ejemplifica el viraje creativo más congruente y lúcido del punk tardío en Norteamérica: de la velocidad genuinamente hardcore (la cara A del album, con momentos de altura como “I Love You” o “My War”) a la (re)inmersión en el magma lento y arrastrado del metal primigenio. Así, los riffs sabbathianos de “Nothing Left Inside”, “Three Nigths” y “Scream” (su antológica cara B), junto con el escalofriante bramido de Henry Rollins, reflejan sin concesiones y de forma creíble la frustración personal en un hiper-realista marco de neurosis social.



16- THE MOON LAY HIDDEN BENEATH A CLOUD - A NEW SOLDIER FOLLOWS THE PATH OF A NEW KING (1995)


Años antes de los experimentos martial-industrial de Der Blutharsch, el fértil talento creativo de Albin Julius engendró este imponente retablo sonoro que rezuma fascinación por el universo cultural del medievo. Con la magnética Alzbeth ocupándose de las voces, el genio austriaco encadena miniaturas dark folk con una serie de letanías macabras de mefítico aroma a catacumba. Todos los elementos armonizan a la perfección dentro de un conjunto   recargado pero sugestivo,  a años luz del pastiche gótico.



17- CODEINE – FRIGID STARS (1990)


La pieza fundacional del llamado slowcore es un apesadumbrado ejercicio de introspección tallado en guitarras mesméricas y atmósferas frías. Al contrario que Band of Susans, My Bloody Valentine o Spacemen 3, el trío de Nueva York no se sirvió de la sobresaturación para recrear climas psicodélicos y/o poéticos. Aunque extraen del feedback cierta belleza cetrina, su intención es inducir en el oyente un trance emocionalmente doloroso por medio de cadencias reptantes y ambientes taciturnos infestados de radiación noise. Magistral.



18- JESUS LIZARD – HEAD (1990)


Quizás no alcance la excelencia de Goat (1991) -sin duda el mejor disco de rock de los 90, con permiso del At Action Park de Shellac- pero esta es la grabación más sucia y salvaje de The Jesus Lizard. Sin pirotecnias ni efectismos vulgares, el debut de la banda de David Yow (ex-Scratch Acid) noquea el cerebro del oyente a base de rock nihilista y espasmos de hardcore contrahecho. Un desolador reflejo de la alienación urbana contemporánea que bebe de las aguas más ponzoñosas de la música popular (Stooges, The Birthday Party, The Gun Club, Rapeman, Public Image Ltd....).



19- THE BLACK HEART PROCESSION – THREE (2000)


En su tercer LP el dúo de San Diego volvía a facturar un discurso musical nocturno y brumoso a partir de materias primas ultra-emocionales, si bien esta vez alcanzando un notable grado de cohesión gracias a una paleta monocroma y a la gravedad general del tono. Las composiciones oscilan entre el pop afligido con ribetes góticos (“We Always Knew”, “Waterfront”, “Never From This Heart”) y la languidez folk de poso atmosférico (“Guess I´ll Forget You”, “Till We Have To Say Goodbye”), pero en todas ellas palpita un inquietante y muy personal sentido del drama. Ni la brillantez del sonido ni el sofisticado acabado formal ocultan en ningún momento la entraña convulsa y desazonante del producto.


20- BLOOD AXIS – BLOT: SACRIFICE IN SWEDEN (1998)


Transcripción musical del turbio ideario filosófico de Michael Moynihan –adscrito a un tradicionalismo radical de filiación pagana (politeísmo céltico, mitología germánica...) y conflictivos referentes político-culturales (Ezra Pound, Oswald Mosley, Nietzsche, Mussolini, Julius Evola...)- que deviene un apasionante manifiesto de decadentismo estético. Se trata de una grabación en directo -técnicamente excelente- que documenta un momento de transición clave para la banda, a medio camino entre los experimentos art-rock de su irregular debut (The Gospel of Inhumanity,1995) y el exuberante neo-folk de su segundo disco de estudio (el espléndido Born Again, 2012).


OTROS DISCOS IMPRESCINDIBLES:

SOL INVICTUS – LEX TALIONIS (1989)
NON – GOD & BEAST (1997)
EYEHATEGOD - IN THE NAME OF SUFFERING (1992)
SUTCLIFFE JÜGEND - WHEN PORNOGRAPHY IS NO LONGER ENOUGH (1998)
KISS IT GOODBYE - SHE LOVES ME, SHE LOVES ME NOT (1997)
ENDURA - THE DARK IS LIGHT ENOUGH (1996)
NICO - DESERTSHORE (1970)
THE CURE - PORNOGRAPHY (1982)
NEUROSIS - THROUGH SILVER IN BLOOD (1996)
SLINT- SPIDERLAND (1991)
SUNN O))) - WHITE #2 (2004)
YEN POX - BLOOD MUSIC (1995)
NATURE & ORGANISATION - BEAUTY REAPS THE BLOOD OF SOLITUDE (1994)
SUICIDE - SUICIDE (1977)
BLACK TAPE FOR A BLUE GIRL - REMNANTS OF A DEEPER PURITY (1996)
GODFLESH - STREETCLEANER (1989)
JOY DIVISION - CLOSER (1980)
FOETUS - NAIL (1985)
NURSE WITH WOUND - SPIRAL INSANA (1986)
CRANES - SELF NON SELF (1989)
THROBBING GRISTLE - SECOND ANNUAL REPORT (1977)
NAPALM DEATH - SCUM (1987)
BURZUM - FILOSOFEM (1996) 
NINE INCH NAILS - THE DOWNWARD SPIRAL (1994)
23 SKIDOO - THE CULLING IS COMING (1983)
XASTHUR - NOCTURNAL POISONING (2002)
MINISTRY - THE MIND IS A TERRIBLE THING TO TASTE (1989)
ACID BATH - WHEN THE KITE STRING POPS (1994)
BLUT AUS NORD - MORT (2006)
AMBER ASYLUM - FROZEN IN AMBER (1996)
WEAKLING - DEAD AS DREAMS (2000)

sábado, 19 de enero de 2013




GNOSIS SADIANA / ILUMINISMO SÁDICO





Si el conocimiento ha terminado por convertirse en un crimen, lo que se llama crimen debe contener aún la clave del conocimiento. (P. Klossowski)




     ¿Qué lugar ocupa la Razón en la obra de un genuino vástago de la época de las Luces como el marqués de Sade?
Georges Bataille, desde La literatura y el mal, traza un ingenioso esquema donde conecta el deseo con la frialdad analítica propia del iluminismo. Con ello trata de desentrañar la incomunicable experiencia interior del libertino sadiano. A la luz de este esquema, toda indagación objetiva acerca de la perversión sexual (de su razón de ser y de sus causas) resultaría superficial e incluso inane*. El análisis puramente racional carecería de los principales elementos de juicio que podrían esclarecer la verdad profunda de los comportamientos desviados. Ahora bien, tales elementos de juicio los proporciona el deseo, irracional e impulsivo en esencia; de ahí que esa verdad profunda no pueda conceptuarse ni expresarse en términos racionales. El autor de Las 120 jornadas de Sodoma, sin embargo, pudo vislumbrarla parcialmente al permanecer encarcelado tanto tiempo. Segun Bataille, el hecho de sufrir una reclusión tan prolongada lo convirtió en un ser especialmente reflexivo, pero también alimentó su pantagruélico deseo hasta extremos inauditos. Un deseo constantemente ofrecido a su reflexión.
     El problema de la interpretación de Bataille estriba en su concepción de la gnosis sadiana, asimilada en exceso a su propia intuición de la conciencia erótica. En efecto, a la hora de formular el ideal filosófico de Sade, garantizado por la hipertrofia del intelecto y el deseo exasperado, Bataille sigue al dedillo la tesis central de La parte maldita, donde entran en juego sus nociones de continuidad y transgresión. Ambas nociones se traducen ahora conjuntamente por el “desencadenamiento de la sensualidad”, que libera al individuo de las trabas de la moral y de las convenciones sociales.

     El desencadenamiento es siempre la ruina de un ser que se ha dado a sí mismo los límites de las conveniencias. La sola puesta al desnudo es ya ruptura de esos límites (es el signo del desorden que reclama el objeto que a ello se entrega). El desorden sexual descompone las figuras coherentes que nos establecen ante nosotros mismos y ante los otros, como seres definidos (las hace resbalar hacia un infinito, que es la muerte).

     El anhelo último del espíritu sadiano coincidiría con la quimérica aspiración del verdadero filósofo: la unidad del sujeto y el objeto. Bataille acepta la analogía que propone Klossowski a propósito del idealismo de Sade: así como el devoto toma conciencia de sí mismo ante Dios, el libertino no toma conciencia de sí mismo más que por medio de “lo que exaspera su virilidad”. Ahora bien, a diferencia del hombre piadoso, que recibe su objeto de adoración tal y como es, el sádico que concibe su vida como puro frenesí (lo que garantiza el encuentro interior) necesita modificar el objeto de deseo, transformarlo, destruirlo. De esta forma, se desdibujan los límites entre los seres y se recupera el movimiento esencial que animaba la prístina experiencia sacrificial, la comunión con lo indiferenciado, con la muerte.
     La vida cotidiana, el mundo del cómputo, de los preceptos y de los hábitos, nos encadena a las cosas, vulnera nuestros instintos animales (que persiguen ciegamente la ruptura de todos los límites) y nos asemeja al útil, al instrumento que cumple una función específica en un contexto de trabajo y actividad productiva. El ímpetu sacrifial, por el contrario, nos libera de nuestro sometimiento a los objetos y al orden social; desata los nudos que nos ligan a la moral y al decoro.
     ¿En qué consiste este desencadenamiento del sacrificio? Bataille cree que el sujeto únicamente podrá desarticular el ámbito las cosa finitas -que lo absorbe a él mismo, cosificándolo-, no por medio de la aniquilación de éstas (pues no pueden desaparecer, sólo cambian), sino mediante la aniquilación de un ser semejante a sí mismo, que de este modo accede a la esfera impensable de la continuidad.
     Ni que decir tiene que este Sade parece más un místico o un filósofo idealista heterodoxo que ese heraldo del materialismo ateo (emancipador e ilustrado) que muchos ven en él. Michel Foucault interpreta el sentido de la obra de Sade en una línea parecida. Su “pensamiento del afuera”, por ejemplo, una suerte de trance que recuerda a la experiencia extática analizada por Bataille en la Suma atheológica, tiene en Sade a uno de sus referentes principales. Este “pensamiento hecho trizas” ha nacido en “esa tradición de pensamiento místico que, desde los tiempos del seudo Dionisio, acecha los límites del cristianismo: quizás sobrevivió alrededor de un milenio en las distintas formas de teología negativa” (El pensamiento del afuera). Sade entroncaría, paradójicamente, con esa tradición al concebir un pensamiento que hace estallar al sujeto en la actividad erótica. La efervescencia del deseo aparece en toda su crudeza, sojuzgando implacablemente a la conciencia que los filósofos de la modernidad entronizaron.
     ¿Es ésta una lectura fiel o, cuando menos, verosímil, del vidrioso ideario de Sade? Hablamos del autor de Las 120 jornadas de Sodoma, libro que según Bataille “nadie puede terminar de leer sin sentirse enfermo”; el escritor que ensalzó sin pudor ni reservas el crimen y el abuso; el apologeta del Mal terrenal y metafísico. ¿Puede la descripción gráfica y continuada de la reducción del hombre a la condición de objeto utilizarse con el fin de expresar ese desencadenamiento emancipador? El texto nos descubre las mil y una formas de cosificar al otro, pero el autor, al parecer, pretende elucidar el desprendimiento del yo que acaece en el sacrificio, el acto liberador por excelencia.
     Frente a esta interpretación, tan discutible como sugestiva, se alza otra que ve en la filosofía de Sade una pieza clave para el desarrollo de la dialéctica del iluminismo, un verdadero acicate para la “ilustración total”. Hablamos, claro está, del memorable excursus que Horkheimer y Adorno dedicaron al magisterio de Juliette, perfecto epítome del más excelso libertinaje.
     Para Horkheimer y Adorno, los escritos del marques de Sade no dejan de ser un vehemente canto al espíritu de la ilustración: la aspiración a la completa autonomía del entendimiento, que sólo atendería a la razón normativa. El sueño ilustrado de Kant, “el entendimiento sin la guía del otro”, permanecería como substrato inamovible del texto sadiano. La conversión del pensamiento en órgano del cálculo y la planificación iría en paralelo a la transformación de los hombres en simple material, “como lo es la entera naturaleza para la sociedad”. Un material que los poderosos pueden manipular y modificar a su antojo. La Razón, al ser concebida como orden y sistematización, como el modelar la materia sensible según pautas prefijadas, siempre se asociará con el Poder.

     El espíritu ilustrado es enemigo de la autoridad sólo cuando ésta carece de fuerza para obligar a la obediencia; es enemigo del poder que no es tal.

     La razón se transforma en funcionalidad pura, “sin finalidad”, toda vez que los ideales de perfección y armonía abandonan el reino celeste de los paradigmas platónicos y pueden al fin ser pensados como sistema, como unidad metódica. De este modo, es ratio moderna, neutra y abstracta, gélida, amoldable a cualquier fin y distante de todos los afectos; una ratio que no ha de estar necesariamente más ligada a la moralidad que a la inmoralidad. El libertinaje más refinado hace un buen uso de ella. Desdeñoso e indiferente respecto a la alegría que brota del goce, se considera incluso enemigo de la delectación alcanzada en la pleamar de la pasión criminal. Clairwil, la amiga de Juliette, personaje “quintaesencial” de Sade, defiende  la apatía como ingrediente fundamental de la transgresión: “Mi alma es dura y estoy muy lejos de creer que la sensibilidad sea preferible a la feliz apatía de que gozo...”.
     Esta apatía que ensalza el libertino racionalista ha terminado instalándose cómodamente en la moral sexual burguesa, como brillantemente anunció Adorno desde su estudio sobre Huxley y los Estados Unidos:

     El sexo se hace indiferente e irrelevante precisamente por la institucionalización de la promiscuidad, y hasta la ruptura con la sociedad -o lo que antes lo era- queda instalada en la sociedad misma. Se desea la descarga fisiológica como elemento de higiene, y la carga emocional que pueda representar se siente como desperdicio de energía sin utilidad social. Lo que hay que evitar a toda costa es dejarse llevar por la emoción. La ataraxia se impone a toda reacción. Y al dirigirse contra el Eros se vuelve inmediatamente contra lo que en otro tiempo fuera su bien supremo, la eudaimonía subjetiva por servir a la cual se exigía inicialmente la eliminación de las emociones.**

     Bataille tiene también muy en cuenta al personaje de Clairwil, sobre todo por lo que tiene de sublimación del sadismo. En El erotismo, perfecciona su tesis sobre el ideal sadiano (un tanto esquemática en La literatura y el mal) recrudeciendo el sentido de la continuidad del ser, que ahora se convierte en un pandemónium inacabable (“el triunfo de la muerte y el dolor”).
     La apatía, según Bataille, es el “momento supremo”; no sólo representa la toma de conciencia plena de la “soledad ontológica” del individuo (el principio fundamental de la doctrina sadiana para Maurice Blanchot), en virtud de la cual “el mayor dolor de los demás siempre cuenta menos que mi placer” ***, sino que además comprime la energía necesaria para el ejercicio del mal. Esta energía suele derrocharse inútilmente en los cuidados y las atenciones hacia nuestros semejantes, en el cultivo de las virtudes, en el amor al prójimo y a Dios; pero también se malgasta dejándonos llevar por nuestros impulsos animales, recorriendo la extenuante senda del vicio. El desenfreno inconsciente siempre será impugnado por el libertinaje elitista que defiende Clairwil. El depravado insensible es su arquetipo, racional y calculador hasta el delirio. Una figura monstruosa que obsesiona a Blanchot y a Bataille:

     El crimen importa más que la lujuria; el crimen a sangre fría es superior al crimen ejecutado en el ardor de los sentimentos; pero el crimen “cometido en el endurecimiento de la parte sensitiva”, crimen sombrío y secreto, importa más que todo, porque es la acción de un alma que, habiéndolo destruido todo dentro de sí misma, ha acumulado una fuerza inmensa, que se identifica completamente con el movimiento de destrucción total que prepara. Todos aquellos grandes libertinos, que no viven más que para el placer, sólo son grandes porque han aniquilado en sí toda capacidad de placer. Por eso se entregan a espantosas anomalías; en caso contrario, la mediocridad de las voluptuosidades normales les bastaría. Pero se han hecho insensibles: pretenden gozar de su insensibilidad, de esa sensibilidad negada, anonadada, y se vuelven feroces. La crueldad no es más que la negación de uno mismo, llevada tan lejos que se transforma en explosión destructora; la insensibilidad, dice Sade, se vuelve estremecimiento de todo ser: “El alma llega a una especie de apatía que se metamorfosea en placeres mil veces más divinos que los que les procuraban las debilidades”.****

    
      Bataille cierra el círculo: la negación ilimitada del otro termina con la negación de uno mismo. Si el principio sadiano de la soledad absoluta del hombre puede ser relativizado (pues impide en cierto sentido que la experiencia sacrificial se dé plenamente -sacrificar lo semejante-), no ocurre lo mismo con el principio del goce insensible. Bataille ve en la exaltación de la apatía la consumación del proyecto sadiano: el abrazo del Mal, la plena adhesión a la perversidad. La apatía trasciende el egoísmo personal y permite pensar la continuidad originaria como un movimiento de destrucción infinita. “¿Hay algo más perturbador -pregunta Bataille- que el paso del egoísmo a la voluntad de consumirse a su vez en la hoguera que encendió el egoísmo?”.
     Este Sade no se encuentra demasiado alejado del que Klossowski asocia con los carpocracianos, la secta gnóstica que divinizó el orgasmo (liberador de la “luz celeste”) en aras de una redención asegurada por el ejercicio constante de la iniquidad. El Sade de Bataille también habla del acceso a esa inmensidad (la eterna destrucción) que trasciende el orden natural mediante la continua transgresión del orden moral.
     El iluminismo sádico no puede, empero, llegar a subsumirse en la gnosis sadiana. Es una píldora demasiado dura de tragar. Parece como si Bataille, al intentar “mirar de frente a aquello que le espanta” quedara embelesado con sus propios fetiches conceptuales. Entre tanta autocomplacencia no cabe espanto ninguno. Horkheimer y Adorno llegan mucho más lejos en este sentido. La lectura de La dialéctica de la ilustración resulta por momentos pavorosa. “Fragmentos desesperados”, así definió Habermas la obra. Como exegetas, sin embargo, todos fracasan. “Sea cual sea el aspecto bajo el cual se le aborda [a Sade], siempre se nos habrá escabullido”, dice Bataille atinadamente.
     Para Michel Foucault, Bataille nos descubre en El erotismo a un Sade “más próximo y más difícil”. Ahora bien, quien realmente aparece así a nuestros ojos es Bataille mismo. Sus comentarios acerca de Sade son valiosos en tanto que ilustran, antes que nada, cuán lejos puede llegar su propia doctrina acerca de la soberanía.
     La conclusión parece clara: el intérprete de Sade  no sólo ha de renunciar a la ilusión de una exégesis definitiva, del todo imposible, sino que también debe tomar conciencia de que el objeto de sus (infructuosos) análisis, un corpus descomunal e inabordable -en todos los sentidos-, siempre desvelará los presupuestos teóricos más recónditos del inquisidor. En otras palabras: los textos de Sade dejan en evidencia a quien trata de explicarlos, descubren la verdad íntima de su pensamiento. De este modo, gracias a Sade, la filosofía del absurdo de Albert Camus se revela como un modelo de racionalidad y mesura (El hombre rebelde); gracias a Sade, el pensamiento acéfalo del primer Klossowski exhibe su matriz -y testa- teocéntrica... etc.  Y también gracias a Sade ciertas teorías transgresoras (las interpretaciones de Bataille o Foucault, por ejemplo) acaban derivando en una suerte de idealismo romántico; negro como el hollín, sí, pero romántico al fin y al cabo. Algo sorprendente, como que la más gemebunda de las filosofías (La dialéctica de la ilustración) rezume lucidez por los cuatro costados.




* Bataille pone como ejemplo el Psychopatia sexualis, celebérrimo tratado sobre perversiones de carácter psico-sexual escrito por el psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing en 1886. Esta obra inspiraría el disco homónimo de Whitehouse, centrado en algunos de los más famosos serial killers del S. XX., que a su vez sirvió de base al inefable Miguel Ángel Martín para su cómic Psychopathia sexualis (1992), verdadero hito de la historieta extrema en nuestro país.

** T. W. Adorno, Prismas. Crítica cultural y sociedad.

*** Sade considera que el individuo no puede entablar más que relaciones artificiales e inauténticas con los otros. El hombre nace sólo y se encuentra permanentemente aislado. Siempre preferirá aquello que redunde en su propio beneficio o placer, aunque sea a expensas de los demás. Dice Blanchot: “No importa que tenga que comprar el más insignificante goce con un inaudito conjunto de fechorías, ya que el goce me halaga, está en mí, mientras el efecto del crimen no me afecta, está fuera de mí”.

**** M. Blanchot, Lautreamont y Sade.


sábado, 29 de septiembre de 2012





PURE FUCKING ESOTERIC UNDERGROUND


THUNDER PERFECT MIND CUMPLE 20 AÑOS





     Cumple dos décadas de vida pero sigue conservando su condición de umbrosa anomalía en el contexto de la creación musical contemporánea. Se diría que los años han sido respetuosos con este álbum si no se tratara justamente de una obra intempestiva, impermeable a los efectos -favorables o perjudiciales- del paso del tiempo. De la misma manera, sigue resultando tan ajeno al mainstream como a los cánones compositivos de los que se sirve la actual intelligentsia del pop a fin de facturar productos susceptibles de ser fagocitados por aquél. Algo que no le podría ocurrir nunca a Thunder Perfect Mind (así como a ningún disco de Current 93). Por un lado, su sonido no puede considerarse novedoso, ni mucho menos: aunque cueste encontrar influencias específicas (acaso Comus, grupo maldito donde los haya, sea la principal) es evidente que arraiga en el Acid folk británico, con acentos medievales propios y un lustroso barniz psicodélico; y por otra parte, la inexpugnable mística de David Tibet -cuyos textos son de una densidad lírica abrumadora- no parece en principio un plato apetecible para degustadores de indietrónica u otros géneros por el estilo.

      La apasionada búsqueda espiritual de Tibet tiene en este disco uno de sus hitos más (justamente) conspicuos. Ya a mediados de los ochenta, cuando aún profesaba su particular culto a Aleister Crowley y el Thelema, Tibet había mostrado su fascinación por algunos de los aspectos más oscuros y excéntricos de la mística cristiana. En el muy reivindicable Christ And The Pale Queens Mighty In Sorrow (1988), por ejemplo, se sirvió de ciertos textos de Hildegard von Bingen, teóloga y visionaria alemana del S. XII, para expresar su esquizoide concepción de la trascendencia. En realidad, éste era un trabajo que transitaba por la senda que un año antes abriera Imperium (1987), disco con el que Current 93 logró un razonable equilibrio entre las ominosas psicofonías industriales de su primera etapa y un difuso y espectral neo-folk que iría definiendo sus perfiles en discos posteriores. Thunder Perfect Mind representa, de hecho, el punto culminante de esta evolución musical, el momento en que toma finalmente cuerpo un sonido de hechura neoclásica; enormemente sólido, sí, pero lo suficientemente dúctil como para acoger la siempre anárquica y vehemente expresividad de Tibet. Fue también el primer álbum donde el firmante de “Happy Birthday Pigface Christus exploraba a fondo la cosmovisión gnóstica del cristianismo primitivo y sus concepciones sobre la iluminación (el título del álbum hace referencia al tratado grecocopto El trueno, mente perfecta, perteneciente a la biblioteca gnóstica descubierta en Nag Hammadi).

      Bestia negra de la autentica espiritualidad para algunos metafísicos y teólogos (Martin Buber o Ettienne Gilson, por ejemplo); fuente de inspiración para unos pocos poetas y alucinados (de William Blake a Alan Moore, pasando por Swedenborg y Böhme); ignorado o directamente despreciado por el resto de los mortales..., el gnosticismo fue una doctrina que floreció en el Siglo II d. C. y que no tardó en ser considerada herética. Enormemente proteica, condensaba innumerables y bien dispares elementos filosóficos y religiosos de la antigüedad, que eran subsumidos en un cristianismo de corte iniciático. En la cultura popular su presencia es prácticamente nula (si exceptuamos a creadores como Philliph K. Dick o el Martin Scorsese de La última tentación de Cristo, en la que introdujo nociones docéticas y del credo cainita). No puede extrañar, entonces, que alguien como David Tibet, incansable estudioso de corrientes espirituales a cual más exótica y heterodoxa, se sintiera atraído por la gnosis, la cual seguiría inspirando la temática de buena parte de su obra posterior (incluyendo su último trabajo, Honeysuckle Aeons (2011), retablo minimalista tan desconcertante como atractivo).

      Aunque se admita comúnmente que Thunder Perfect Mind significó un nuevo comienzo para Current 93, no puede decirse que representara una ruptura radical con su singladura anterior. “The Stars are Dead Now”, “Hitler As Kalki” o “Rosy Star Tears From Heaven” muestran la proverbial querencia del grupo por las atmósferas malsanas y enrarecidas, sólo que ahora cristalizan sobre un bucólico fondo musical, elaborado a partir de arreglos medulares y nunca gratuitos (cuerdas y vientos en el extremo opuesto del preciosismo ornamental, aunque el efecto logrado otorgue no poco empaque a las canciones). Otro ejemplo es la nueva lectura de “A Lament For My Suzanne”, menos turbadora que la aparecida en Island (1991), pero extraordinaria en su capacidad emotiva con un mínimo de elementos.

      En general, cada rincón del disco exhibe una opulencia plástica sin parangón, un caudal melódico y poético que parece inagotable. “A Sadness Song” y “Riverdeadbank” son dos desoladas gemas de una accesibilidad y belleza hasta entonces inéditas en el sombrío cancionero folk del grupo. “Mary Waits In Silence” y “A Silence Song” parecen más opacas y graves, pero la labor de orfebrería efectuada con sus respectivos arreglos las sitúa a una altura pareja. También destaca “In The Heart Of The Wood And What I Found There”, que desarrolla el motivo musical escuetamente esbozado en “A Beginning” para recrearse en las visiones de un enfebrecido Tibet. Éste último se adapta con soltura y brillantez al policromo discurso musical del álbum, derrochando magnetismo y desplegando todo su repertorio de obsesiones teosóficas. En “The Descent Of Long Satan And Babylon”, por ejemplo, adopta un registro juglaresco a tono con los arpegios pastoriles del gran Michael Cashmore; y en “Hitler As Kalki”, la gran cumbre del disco, asume el rol de profeta vesánico ensayado en obras anteriores para sumergirnos en un ambiente apocalíptico verdaderamente sobrecogedor.

      Thunder Perfect Mind sobrepasa con mucho los angostos límites del denominado Dark-folk. Sólo Fire + Ice con Rûna o los Death in June de But, What Ends When The Symbols Shatter? se han aproximado a semejantes cotas de belleza desde unos parámetros musicales (hipotéticamente) similares (comparten adscripción genérica). Un trabajo, pues, verdaderamente capital, de calado casi metafísico pero firme raigambre telúrica, que seguirá generando un fervoroso -y creciente- culto durante muchas más décadas.


domingo, 3 de junio de 2012




LAS NUPCIAS DE DIOS Y DE LA BESTIA








                              En un sentido prometeico,  el hombre es Dios; pero en un sentido aún más profundo, el hombre es una bestia (Boyd Rice).
                                                                                                          
                                                                                                                     


Existen en todo hombre, y a todas horas, dos postulaciones simultáneas: una hacia Dios y otra hacia Satán. La invocación a Dios, o espiritualidad, es el deseo de ascender de grado; la de Satán, o animalidad, es el gozo de rebajarse (Charles Baudelaire). 

                                   


     Para William Blake la tradicional concepción dicotómica del ser humano -mente y cuerpo, razón e instinto, virtud y vicio- lleva consigo el estigma de su origen religioso. Blake llama “religión” al cuerpo institucional que instaura y regula en cada sociedad una moral de basamento metafísico. La religión siempre se apoya en dogmas y prohibiciones (lo “general” en Kierkegaard), y precisa de un sacerdocio que vele por el orden social.
     Blake propone una nueva dicotomía: razón/energía. Se trata de una pareja de contrarios que expresa en realidad una concepción unitaria de la condición humana. La razón no es más que el perímetro de la energía, su mismo límite. No se da, pues, ningún tipo de confrontación entre parcelas ontológicas distintas. La tensión que nos permite existir no es ningún subproducto ni derivado; es tan intrínseca, tan esencial y originaria, que Blake llega a identificarla con la misma vida.
     Reconciliar a Razón con Energía es lo que pretenden la Ley y la Religión. Lo que finalmente consiguen, no obstante, es erigir prisiones y burdeles.
     Blake visitó la imprenta del infierno y estudió su método. Gracias a esta experiencia pudo purificar su percepción y salir de la caverna de sus cinco sentidos. Se dio cuenta entonces de que Cristo no vino a unir al Prolífico y al Devorador (esto es, a reconciliar a Energía con Razón), sino a separarlos.



     Algunos Proverbios del infierno son auténticos cantos al Goce Eterno (la Energía y el Deseo humillados por el Mesías de Milton):

Aquel que desea pero no obra, engendra pestilencia.

La Prudencia es una rica, fea solterona cortejada por la Incapacidad.

La Eternidad está enamorada de los frutos del tiempo.

El orgullo del pavo real es la gloria de Dios.

La lujuria del macho cabrio es la gracia de Dios.

La cólera del León es la sabiduría de Dios.

La desnudez de la mujer es la obra de Dios.

El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría.

Exuberancia es Belleza.

Antes asesinar a un niño en su cuna que alimentar deseos irrealizables.



sábado, 12 de mayo de 2012


SEX, GOD, SEX
BATAILLE Y EL CRISTIANISMO






     La tentativa de experimentar lo imposible es el motor de la búsqueda espiritual de Bataille. Tentativa que siempre se verá frustrada, por supuesto, y cuyo fracaso supondrá en última instancia el verdadero triunfo del hombre soberano. En La experiencia interior, Bataille enuncia de forma diáfana la meta a alcanzar: la transgresión de todos los límites, la necesidad inquebrantable de cuestionarlo todo. Al comienzo de dicha obra se nos dice que los estados de arrobamiento y éxtasis que atesoran ese potencial transgresor pueden compararse legítimanente con los trances místicos de carácter cristiano. Sin embargo, Bataille marca también distancias: La experiencia interior de la que habla no puede ser una experiencia confesional. Su singularidad radica precisamente en la indigencia que le proporciona su sed de desarraigo, verdadero revulsivo de su meditación. La experiencia interior no se marca ningún fin de antemano. No busca la contemplación de Dios, ni alcanzar el nirvana. El yo debe quedar desligado del mundo objetivo y del discurso racional, y la aprehensión de Dios es sólo “un alto en el movimiento que nos lleva a la aprehensión más oscura de lo desconocido”.
     Bataille se apoya en algunas sentencias de Dioniso Areopagita (“Los que por el cese íntimo de toda operación intelectual entran en unión íntima con la inefable luz... no pueden hablar de Dios más que por negación”) a la hora de referirse a ese Dios “sin forma ni modo” que no puede asimilarse, empero, a la gélida tiniebla irradiada por lo desconocido. Este rayo de tiniebla en el que desemboca el itinerario místico de Bataille no es aquel del que hablaban Gregorio de Nisa o el mismo Dioniso Areopagita, cuya cegadora oscuridad, en extremo cercana a la luminosidad más hiriente, pondría en evidencia que sólo un sentimiento ciego -el amor en este caso- puede conocer la Verdad. Para Bataille esto no hace sino evidenciar que la teología negativa de los místicos cristianos termina siempre sometiéndose a un concepto positivo de la divinidad que, además de neutralizar el celo subversivo que alienta su búsqueda, pone en entredicho la legitimidad de toda la empresa.

     Dios difiere de lo desconocido en que una emoción profunda, que proviene de las profundidades de la infancia, se une
primeramente en nosotros a su evocación. Lo desconocido nos deja por el contrario fríos, no se hace amar antes de haber derruido en nosotros toda cosa, como un viento violento.

     Bataille prefiere no profundizar en el concepto de fe que maneja la mística que cuestiona, el cual, en virtud de su paradójica naturaleza, libraría a todas esas fórmulas cristianas de sus reproches. Para él, tanto Dios como el Absoluto no son sino categorías del entendimiento. Su concepto de lo desconocido, al parecer, no caería dentro del mismo saco. Con todo, Bataille nos habla en todo momento de una diferencia de grado: la experiencia mística cristiana logra desembarazarnos de lo que nos liga al mundo de lo útil, de nuestra subordinación a la esfera de la provisión y el trabajo; pero se trata de una experiencia espiritualmente más limitada, menos plena que aquella que resulta del contacto con lo desconocido: “La experiencia interior responde a la necesidad en la que me encuentro -y conmigo, la existencia humana- de ponerlo todo en tela de juicio (en cuestión) sin reposo admisible. Esta necesidad funcionaba pese a las creencias religiosas; pero tiene consecuencias tanto más completas cuando no se tienen tales creencias”.
     De reconocida raigambre nietzscheana, su noción de lo desconocido se vinculará estrechamente con la categoría en torno a la cual girará toda su producción posterior. Se trata de la continuidad, la realidad inobjetivable a la que podemos aproximarnos mediante el cultivo de los estados que agitan violentamente nuestro ánimo y alteran nuestra percepción. Según Bataille, nuestra condición de seres discontinuos, espiritualmente alienados por el cálculo racional y el utilitarismo mundano, se descompone al abrazar los placeres y tormentos que comprometen nuestra integridad (física y espiritual).
     Resulta imposible no pensar en este punto en las seminales tesis del primer Nietzsche: así como la entrega al exceso en Bataille nos permite acceder a la dimensión sagrada de la continuidad y desprendernos de nuestra alienada individualidad, en el pensador germano son igualmente los estados dionisiacos inducidos por la ebriedad y la fiesta báquica los que disuelven el principium individuationis que nos constituye como entes específicos. Si este principio trascendental era condenado por la sabiduría de Sileno, quien consideraba que el simple hecho de existir constituía la auténtica tragedia del hombre, Bataille apela igualmente a esa “nostalgia de la continuidad perdida” que no significa otra cosa que el deseo íntimo de nuestra propia aniquilación, de nuestra reinmersión en la Nada. Troppmann, el protagonista de El azul del cielo, toma conciencia de ello tras una negra epifanía (cuyos venenosos efluvios presagian el advenimiento de una catástrofe a gran escala: la segunda guerra mundial), descrita magistralmente:

     Me encontraba frente a unos niños formados militarmente, inmóviles, en los escalones de aquel teatro: llevaban pantalones cortos de pana negra y chaquetillas adornadas con herretes y cordones, iban descubiertos: a la derecha, los flautines; a la izquierda, los tambores.
     Tocaban con tanta violencia, con un ritmo tan cortante, que yo me quedaba delante de ellos sin aliento. No hay nada más seco que aquellos tambores que redoblaban, o más ácido que los flautines. Todos aquellos niños nazis (algunos de ellos eran rubios, con rostro de muñecos) que tocaban para los escasos transeúntes, en la noche, ante la plaza inmensa que el aguacero había dejado vacía, parecían presas, tiesos como palos, de la exultación de un cataclismo: delante de ellos, su jefe, un muchacho de una delgadez de degenerado, con la sañuda cara de un pez (de vez en cuando se volvía para ladrar órdenes, era como un estertor) iba marcando el compás con un largo bastón de tambor-mayor. Con un gesto obsceno erguía el bastón, con el pomo sobre el bajo-vientre (se asemejaba entonces a un pene simiesco y desmesurado, ornado con trencillas de cordones de colores); con una sacudida de pequeña bestia inmunda, alzaba entonces el pomo hasta la altura de la boca. Del vientre a la boca, de la boca al vientre, entrecortada cada ir ir venir por una ráfaga de tambores. Aquel espectáculo era obsceno. Era terrorífico: si no hubiera sido por un providencial alarde de sangre fría, cómo podría haberme quedado en pie, contemplando aquellos feroces mecanismos, tan sereno como ante un muro de piedra. Cada estallido de la música, en la noche, era un conjuro que invocaba la guerra y el crimen. Los redobles de tambor alcanzaban el paroxismo, con la esperanza de resolverse finalmente en sangrientas ráfagas de artillería: miraba a lo lejos...un ejercito de niños formado en orden de combate. No obstante, estaban inmóviles pero en trance. Yo los veía, no lejos de mí, fascinados por el deseo de ir a la muerte. Alucinados por los campos infinitos por donde un día habrían de avanzar, riendo bajo el sol: tras ellos dejarían a los moribundos y a los muertos.
     A aquella pleamar de muerte, mucho más agria que la vida (porque la vida nunca brilla tanto de sangre como la muerte), sería imposible oponer algo que no fuese insignificante, como las cómicas súplicas de las viejas.

     Por supuesto, esta mórbida revelación no supondrá sino un reflejo de las oscuras inclinaciones que han manejado a capricho a Troppmann durante todo su periplo espiritual.
     Pero, ¿De qué medios disponemos para aproximarnos a la continuidad perdida? Bataille los estudia profusamente en su obra maestra El erotismo. Los más importantes son el sacrificio, el éxtasis místico y la pasión erótica. Todos están íntimamente vinculados. Lo están hasta el punto de no significar cada uno de ellos sino lo mismo: la puesta en cuestión de nuestro propio ser.
     Pero poner en peligro nuestra naturaleza discontinua implica desenvolverse por fuerza dentro de un orden social -profano- y moral que se sanciona en tanto que se pretende transgredir. El sacrificio sagrado cobra sentido por la violencia de sus quebrantamientos. No es nada si no despliega su acción en el seno mismo de lo moral y socialmente establecido. De ahí que el arrebato religioso y el deseo erótico únicamente alcancen su apogeo por medio del ultraje sistemático y la subversión de los valores instaurados. De esta manera, las novelas eróticas de Bataille son auténticos cantos a lo heteróclito, al exceso y a la desviación de la norma; y sus personajes, verdaderas encarnaciones de esa voluntad de transgresión. Pensemos por ejemplo en Simone, la inolvidable heroína de la mítica Historia del ojo. En sus primeras páginas, Bataille la describe así: “Simone es simple habitualmente. Es alta y guapa; nada hay desesperante en su mirada ni en su voz. Pero es tan ávida de lo que perturba los sentidos que la menor llamada confiere a su rostro un carácter evocador de sangre, de terror súbito y de crimen, de todo cuanto destruye irremediablemente la beatitud y la buena conciencia”.
     Antes de que fuera estudiado desde un prisma distinto en obras como El erotismo, el cristianismo representó casi siempre en la obra temprana de Bataille ese marco regulador y normativo cuya instauración sólo podía justificarse tomando como base su propia vulnerabilidad. El cristianismo se organiza alrededor de un despotismo moral basado en los entredichos y los tabúes, los cuales “están ahí para ser transgredidos”. La ominosa misa oficiada por Sir Edmond en Historia del Ojo escenifica en un marco herético y sacrificial esa transgresión, un hermanamiento entre la muerte y el erotismo con trazas de pesadilla: El cuerpo de Cristo es mancillado y el goce carnal (que alcanza la categoría de martirio) termina santificando el crimen. Vargas Llosa, gran lector de la obra batailleana, dice que el hecho de escribir esta parte de la novela debió de acarrearle al ex-seminarista Bataille un desgarro interior inimaginable. Sin embargo, si algo transmite la escritura de Bataille en este particular ajuste de cuentas con la fe de su infancia es la fruición de la catarsis, el entusiasmo que embarga a quien se libera de una vez por todas de un yugo opresor.
     La religión cristiana comenzó a ser para Bataille algo más que las “súplicas de las viejas” a partir de la meditación radical y casi solipsista de la Summa atheologica. Pero es sobre todo en el gran proyecto de La parte maldita donde el pensador se aproxima al corazón mismo del cristianismo, donde realmente pudo vislumbrar algo parecido a su “esencia”. Si en Lo que entiendo por soberanía llega a decir de los evangelios que representan “el <<manual de soberanía>> más simple y humano” (cuya moral es, además, “una moral del momento soberano”), se debe a que ciertos principios cristianos aparecen en el contexto de la “economía general” (fundada en la dilapidación y el derroche) como hitos primordiales.
     La exhortación evangélica referida a los lirios del campo y las aves del cielo, uno de esos hitos, latía con fuerza en las obras literarias y filosóficas que batallaron contra el pensamiento burgués desde un frente cristiano “heterodoxo”. Tolstoi, Kierkegaard, Dostoievski, Barbey, Huysmans, Péguy, Blóy... En las mejores creaciones de todos ellos puede apreciarse este substrato moral en forma de condena a los mezquinos principios del mundo moderno. Del mismo modo, era inevitable que reverberara en los escritos de Bataille, gran admirador de estos autores y responsable de una doctrina que ensalza la prodigalidad y desprecia la razón calculadora. En El erotismo, nos dice que el cristianismo preservó de alguna manera la continuidad al apostar por un amor omnímodo, desmesurado y sobrehumano. La originalidad del cristianismo fue sustituir el delirio y el exceso de los rituales originarios por un sentimiento de hermandad que se afanó en transformar la discontinuidad avasalladora en “el reino de la continuidad inflamado de amor”. Una empresa “sublime y fascinante” que se vio traicionada por sus propios movimientos. Según Bataille, esta búsqueda de la continuidad en el seno del amor quiso poner el mundo discontinuo a la altura de sus ideales sagrados y terminó imaginando una quimera irrisoria: una eternidad de seres discontinuos. El tuétano sagrado de la continuidad se ve reducido a la estampa de un Dios artesano, un creador vinculado al mundo de las obras y su moral. A consecuencia de esto, se redefinen igualmente las relaciones entre lo sagrado y la transgresión: ahora lo maldito queda excluido del ámbito sagrado.
     Lo que se pierde con estos cambios es “el camino de la violencia” que enlaza la discontinuidad con la continuidad. De ahí que, según Bataille, el sacerdote no pueda reconocer el carácter sagrado del sacrificio de Cristo (siguiendo al pie de la letra la admonición de Cristo en la cruz: los “culpables” no sabían lo que hacían). El felix culpa! litúrgico sería un mero vestigio del primitivo deseo de acceder a la esfera divina de la continuidad por medio de la transgresión.
     Muchas (demasiadas) cosas podrían discutirse de todo esto. Un punto me interesa especialmente: la eternidad de los seres discontinuos no puede ser pensada como subordinada al mundo de las obras; muy al contrario, es un retorno al “paraíso perdido” que significaría la auténtica “aprobación de la vida hasta en la muerte”. Por otro lado, la penetrante indagación antropológica de Girard ha demostrado que el sacrificio religioso no sirve a ninguna divinidad maldita, a no ser que por esto último entendamos el orden y la cohesión social; es decir, todo aquello que en la teoría de Bataille cosificaba nuestro ser y conformaba el irrespirable ámbito de la utilidad.